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Cada noche, al acostarme en la cama, siento sus
caricias en mi espalda, sus suaves manos rozan ficticiamente las heridas
de las alas que me fueron sesgadas, puedo sentir sus labios y la dulzura
de su sabor recorriendo lentamente mi columna, una y otra vez. La firmeza de sus lechosos pechos rozando mi cuerpo desnudo mientras sus imaginarios brazos rodean mi torso, dejándome sentir, recordar, el calor de su cuerpo contra el mío. Ese es el momento que elige su recuerdo para atormentarme. No puedo abrir mis ojos, porque esa sensación desaparecerá, no puedo girarme, no puedo devolver las caricias, puesto que allí no hay nadie. Noto como me precipito al profundo abismos de la soledad, que hace imposible que nadie se me acerque jamás, es el miedo a volver a empezar. Y después la muerte, un alma vacía, abandonada a su suerte, eso es lo único que me queda, vivir tan solo los recuerdos del pasado sin poder levantar la mirada hacia el futuro, eso ya no es vivir. Caminando entre difuntos encuentro mi propia alma consumiéndose a cada paso que doy sobre este suelo yermo, baldío, cubierto de cenizas. ¿Y que hay después de la muerte? Después sólo el renacimiento, el resurgir en una nueva vida distinta a la anterior, y el comienzo de un nuevo proceso de aprendizaje, aunque eso no es del todo cierto, porque ya hay algo que va conmigo y no me abandonará jamás, el miedo. Miedo, una inseparable compañía, un enemigo al que hay que abatir para poder seguir adelante, pero a veces, frente a mi, lo único que veo es un abismo en el que caer nuevamente. |